Del break al rap: Terrible de Hip Hop
Los ritmos callejeros del Bronx llegaron a Chile en su versión más edulcorada en 1984. La fiebre del break-dance se apoderó de unos cuantos pioneros que veinte años después pueden estar tranquilos. El hip hop echó raíces, la globalización le dio una mano y las calles otras tantas.En 1983, Hollywood descubría con grata sorpresa el renovado entusiasmo adolescente por el baile. Flashdance había roto todas las expectativas. No sólo la película logró batir récords de taquilla, sino que su banda sonora había sido un éxito. Jennifer Beals ponía la cara y un grupo de bailarines latinos llamado Rock Steady Crew -entre quienes se encontraban dos chicos de apellido Pabón y Clemente- se encargaba de las acrobacias grupales y del doblaje de cuerpo de la protagonista en las escenas en solitario. El ritmo estaba en el aire y los dólares disponibles en los bolsillos de la audiencia.
Bailar quebrado
Steven Hager, periodista y colaborador habitual de Village Voice y Soho News, presentía que era el momento de crear un nuevo Flashdance, esta vez con una historia sobre el movimiento callejero que por años se había encargado de reportear y difundir desde fines de los 70: el hip hop. En 1982 una película entre documental y ficción llamada Wild Style había intentado hacerlo, pero fracasó en sus aspiraciones de masividad transformándose en un hito de culto. Hager se puso manos a la obra con su idea, escribió un guión y se lo llevó a Harry Belafonte para tentarlo con la producción. Había que apresurarse. La película Breakin’ había debutado con éxito adelantándose en la difusión masiva de los bailes callejeros de los ghettos de Nueva York cuya más curiosa expresión era menearse tal como si se fuera un artefacto robótico. Belafonte vio el guión, lo cambió y el resultado fue Beat Street, una cinta terrible de mala (Hager renegó del resultado), pero que marcaría el año cero del hip hop en Chile.
“Llega el nuevo filme de Break dance”, titulaba “El Mercurio” el 30 de agosto de 1984. Beat Street se estrenó en Santiago poco después de que Breakdance (titulo que tuvo en Chile Breakin’) debutara en el cine Ducal. La televisión ya se encargaba de aleccionar en los pasos del nuevo estilo de baile con Pabon y Clemente -miembros del Rock Steady Crew que le puso piernas a Flashdance-, quienes fueron importados al estudio de Sábados Gigantes para sorprender a la audiencia cautiva con algo que Don Francisco bautizó como rap dance o rag dance o breaking. Nunca hubo acuerdo en la producción del programa sobre cómo demonios se llamaban eso que hacían los morenos del Bronx de raros atuendos. Era lo de menos. La semilla se había sembrado, el hip hop había entrado en Chile con su rostro más comercial, sin voces contestatarias ni rapeo. Sólo baile.
“Yo vi Breakin’ en agosto del 84 y Beat Street en El Tabo en el verano del 85″, recuerda Jorge Zapata, uno de los más antiguos cultores del breakdance. No era el único. Desde Renca a La Florida el nuevo baile comenzó a cundir entre cierta juventud ansiosa de calle. Eran años en que los espacios públicos invitaban a la sospecha y aun así los breakers desafiaban el ambiente hostil y le daban aires cosmopolitas a la capital reuniéndose en el pasaje Bombero Ossa del centro. Practicaban giros y acrobacias que copiaban del material disponible, bastante escaso. En Estado Unidos la fiebre había tenido su expresión máxima durante los Juegos Olímpicos de Los Angeles de 1984 cuando decenas de chicos negros repletaban el estadio bailando al ritmo edulcorado de Lionel Ritchie. Los síntomas de que las costumbres del ghetto habían pasado a ser parte de la corriente principal se multiplicaban. El grupo de baile The Dynamic Breakers cobraba hasta 10 mil dólares por presentación, una línea de juguetes popularizó gafas y cintos para el pelo y McDonald decidió rodar un comercial al ritmo de hip hop.
En Chile, el abanico de mercadeo disponible era reducido. Había que recurrir a la ropa usada para hacer adaptaciones de los modelos mostrados en las películas, las zapatillas Power reemplazaban las inexistentes Nike (cuyas ventas sobrepasaron a las de Reebok en 1988 después de poner su campaña publicitaria en manos del director Spike Lee, un experto en marginalidad hip hopera). De música ni hablar. El repertorio se restringía al electric boogie que bailaban en las demostraciones de la televisión. Lalo Meneses, fundador de los ya legendarios Panteras Negras, recuerda que con buen ojo se podían rastrear vinilos de leyendas del hip hop como Afrika Bambaataa en la Feria del Disco. Pero faltaba información, “No estábamos muy seguros si lo que estábamos haciendo tenía algún destino, si fuera se había desarrollado más”. La incertidumbre finalizó el día que llegó a Chile Jimmy Fernández.
Corría 1987 cuando este chileno criado en Panamá y avecindado en Italia le hacía el quite al régimen de Noriega y llegaba a instalarse a la patria de su padre. Fernández traía experiencia, música y videos. La estrecha relación del país del Canal con Estados Unidos hacía que el material fuera más accesible. En Italia formó un grupo de breakdance e incursionó en el rap y el graffiti. “Llegué con una cantidad gigantesca de información. Conocí a la gente que se juntaba en Bombero Ossa y les mostré mi música y mis videos”, recuerda Jimmy Fernández. “Nosotros, los viejos, decimos que la llegada de Jimmy marcó un antes y un después”, cuenta el breaker Jorge Zapata.
Los contactos se multiplicaron, y en 1988 Fernández conocería a Pedro Foncea, el lider de De Kiruza. Foncea, un cultor de la música negra en todas sus expresiones, grabó con él “Algo está pasando“, el primer rap de la historia discográfica de Chile. Pronto Fernández formaría Latin Posse y más tarde La Pozze Latina, en tanto Lalo Meneses le añadiría a la moda inocente la necesidad de rebeldía contestataria a través del rap formando Los Panteras Negras. Así fue como debutaron en la campaña presidencial de Aylwin y en peñas folclóricas, habituando a los seguidores del Canto Nuevo y la estética de Silvio Rodríguez a otra manera de rebeldía, “menos llorona”, sentencia Meneses. Ya no bastaba con llorar, tampoco con bailar.
Los noventa llegaron en rima callejera con el álbum Lejos del Centro. Los Panteras Negras con esfuerzo y a pulso de doble casetera e ingenio técnico grababan la primera cinta exclusiva de rap chileno. Junto con hermanar la Humachuco y Renca, la población y comuna de origen del grupo, con los sonidos de la madre patria neoyorquina y del South Bronx, daban el primer paso para que pronto el hip hop se transformara en un movimiento consistente y con una lírica confrontacional que hacía quedar a Los Prisioneros como un trío de balada. Seo2, integrante de Makiza, recuerda que escuchar aquel casete de Panteras Negras fue algo parecido a la inspiración que le provocó la primera vez que escuchó un rap en Suiza, donde su padre vivía el exilio y desde dónde él retornó en 1989.
El exilio marcó otra fuente de alimentación en el desarrollo del hip hop criollo. Si los padres trajeron la salsa y la escalofriante institución de la salsoteca, los hijos se aferraron a la cultura callejera que a esas alturas ya era global. Como un efecto inesperado los jóvenes retornados traían la música que en sus países de acogida identificaba a los inmigrantes, el equivalente europeo y canadiense del ghetto afroamericano. “Con un amigo retornado de Canadá formamos el grupo CFC“, recuerda Seo2. En 1990 en los medios masivos ya circulaban versiones un tanto bastardas del rapeo -nadie puede renegar del Rap de la Abuela y MC Hammer- mientras se colaba algo de Public Enemy, una banda de respeto. Dj Raff -uno de los más prolíficos Dj del hip hop nacional- recuerda cómo una polera de Public Enemy fue suficiente para reconocerse como miembros de la misma tribu trabando amistad con otro fanático que lo guió en la tarea de bucear por cintas piratas y vinilos escasos en el Persa Bio Bío.
Dj Raff, Sonidoácido (el más joven de los Makiza), los integrantes de La Legua York y el graffitero Cekis forman parte de la generación que no vio la película Beat Street en el cine, sino una tarde de 1989 por televisión en Tardes de Cine. Esa generación entró en el hip hop con mayor información y con otra de sus expresiones recién asomándose a los muros: el graffiti. “En La Legua lo más fuerte no fue el breakdance, lo que nos unió en un principio fue el graffiti” recuerda Lulo, líder de Legua York. Lo mismo sucedía en otras zonas de la ciudad.
Cekis comenzó a pintar muros el 92, después de hacer murales políticos, cuando los tags (firmas de graffiteros) eran escasos. “Recuerdo que el 94 comenzaron a aparecer los graffiti en la remodelación San Borja”. Cekis tuvo la oportunidad de traer materiales de graffiti, revistas y productos desde Estados Unidos. En un principio los vendía frente a la Estación Mapocho, epicentro hip hopero de la segunda mitad de los 90. Luego abriría su tienda Otra Vida en Providencia.
La bonanza económica de mediados de los noventa favoreció la llegada de estrellas. El hip hop criollo disfrutaba en 1995 de la visita de Beastie Boys en la cumbre de la fama con el album “Ill comunication”. La fanaticada fue tan fervorosa que emocionó al percusionista de Beastie Boys, quien tuvo la mala idea de lanzarse al público de espaldas, esperando regresar al escenario sano y salvo. La audiencia tuvo otros planes y lo devolvieron sin polera, sin collares ni zapatillas. Terribles de flaites. Al año siguiente vino Cypres Hill, pero nadie se lanzó al público.
“Hoy existen en el país más de 30 exponentes del rap”, informaba “La Época” en septiembre de 1993. Chile había producido su propio superventas con el album “Ser Humano”, de Tiro de Gracia de 1997, un éxito comercial que dividió a la escena hip hopera entre los que sostenían que congraciarse con el gusto masivo era una especie de traición a la causa, y quienes tentaban la posibilidad de vivir de la música. MTV, Internet y Napster irrumpían abriendo posibilidades insospechadas de acopio de información y pirateo, el hip hop nacional dejaba de reunirse en el centro y se replegaba a sus respectivos cuarteles. Hacia fines de la década, La Legua York irrumpía en la línea del ghettocentrismo sin concesiones y una crítica social que le daba una vuelta de tuerca a la de sus antepasados del Canto Nuevo, declarando que son la continuidad de Víctor Jara, mientras Makiza hacía lo propio con un sonido que no veía en la masividad comercial un pecado capital. Que la calle juzgue. En tanto, Lalo Meneses y DJ Raff coinciden en que el hip hop nacional ha logrado lo que no consiguió el rock, echar raíces y crear tradición. Terrible de bueno.
CLAVES DEL GHETTO COOL
Cuando a comienzos de los años 50 el urbanista Robert Moses ideó la construcción de una autopista que atravesaría el Bronx, uno de los distritos que conforman Nueva York, selló el destino de uno de sus barrios. El South Bronx, comenzó a despoblarse de sus habitantes tradicionales, clase media de origen irlandés y judío, que emigraron a zonas más amables.
Paralelamente surgió la especulación inmobiliaria con las viviendas sociales. Afroamericanos y portorriqueños reemplazaron a los antiguos habitantes en bloques monótonos y estrechos. Una década después nacerían las pandillas. Pobreza y discriminación racial en el nuevo ghetto que comenzaría a hervir en los 70 con Black Panters. A ese mundo llegó desde Jamaica uno de los padres del hip hop, Clive Campbell. El oficio de su padre, Keith, marcaría su destino. Keith era un fanático de la música y se ganaba la vida arrendando su Sound System, un poderoso equipo de música, tradición que había surgido en los barrios jamaiquinos como una manera de reemplazar a los músicos que emigraban a Inglaterra o a las zonas turísticas de la isla. Clive comenzó a cambiar su acento escuchando al crooner Jim Reeves, uno de los favoritos de su padre. Debido a su poderosa humanidad en la escuelalo apodaron Hércules. De Hércules a DJ Kool Herc hubo un paso, un sistema de sonido y un tornamesa. Una fiesta en su barrio en agosto de 1973 marcó el hito. De las calles pasó a los clubs, distinguiendo su mano de DJ del sonido disco imperante por ser “más crudo”, como escribía el periodista Steven Hager, de Village Voice, y por repetir una y otra vez trozos de algún tema, alargando más de lo usual la música. Pronto Herc tendría su propio grupo o crew de bailarines y raperos (antecedentes a la idea chilena de “piños” del hip hop), los Herculords, que lo seguirían de sitio en sitio, y crearía la idea de competencias de crews entre bailarines (B-boys) y DJ. Las pandillas tendrían una nueva manera de competir.
Afrika Bambaataa es el segundo hombre clave de los orígenes del hip hop. Se especula su nacimiento entre 1957 y 1960 -durante una entrevista aseguró “Nosotros NUNCA, hablamos de MI edad”- fue el precursor del movimiento Zulu Nation a fines de los 70 y “el predicador de los cuatro elementos del hip hop: El Discjockey o DJ; el Maestro de Ceremonias o MC, el bailarín o B-boy y el graffiti”, como explica Jeff Chang en su libro Hip Hop Generation. La innovación vendría de parte de un inmigrante de Barbados de nombre Jospeh Saddler, que debido a su inquietud por crear nuevas técnicas por sacarle partido al disco y al tornamesa fue apodado Grand Master Flash. El creador de las técnicas de scratch-and-mix (raspar y mezclar el vinilo) potenció la presencia de los MC, o raperos, en sus actuaciones en los clubs de fines de los 70. Hasta ese minuto nadie le disputaba el protagonismo al DJ Los MC terminarían por opacar a los DJ cuando en 1979 una productora de un sello independiente se diera cuenta del potencial comercial del hip hop y creara un grupo que grabaría el primer disco de hip hop de la historia. La productora se llamaba Sylvia Robinson. Con buen olfato Robinson recolectó tres tipos de la calle, los bautizó como Sugarhill Gang y los hizo grabar un tema de quince minutos llamado “Rapper’s Delight”. El single, que salió a la venta en octubre de 1979, vendió millones, sacó el hip hop del Bronx y lo llevó al mundo (y a la industria).
ÓSCAR CONTARDO
Fuente: El Mercurio
11 enero 2006
GENERACIÓN HIP HOP CHILENA
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